Por supuesto este problema es mucho menos irritante en México que en otras naciones, como Estados Unidos, donde subsisten exigencias legales que obligan a las personas a proclamarse teístas, so pena de quedar socialmente inhabilitadas o de sufrir graves discriminaciones que afectan sus derechos como seres humanos libres. Las leyes de Reforma y la Constitución de 1917 liberan al individuo de la carga social de tener que seguir una cierta religión, pero recientemente algunas reformas constitucionales les han reintegrado a las iglesias una cierta medida de poder sobre la sociedad a la que de ninguna manera tienen derecho.
Pero el no creyente, en especial el que al declararse humanista secular o ateo militante, adopta una posición filosófica activa ante este problema, necesita conducir su vida en forma congruente con esa postura. Es importante así que demuestre el valor civil de rechazar las exigencias sociales de la religión organizada, como serían específicamente el bautizar a sus hijos o el de contraer matrimonio por la Iglesia. La pregunta que se puede hacer cualquier persona razonable es: ¿vale la pena desafiar esas convenciones sociales y someter a los hijos a una presión social adicional? Para muchos de quienes colaboran en este número ello resulta impostergable. Claro que actúan dentro de una sociedad mucho más intolerante con este tipo de desafíos, aunque hay que recordar que el precio de la libertad es la constante vigilancia de que se puede llevar adelante su ejercicio.
En el caso de México es importante señalar las falacias que adornan los argumentos de los que piden mayor ingerencia religiosa en la educación y en la vida pública. Es falso que la religiosidad conduzca a un mejor comportamiento social. Basta con considerar qué tan religiosos y piadosos son los grandes capos del narcotráfico para comprender que ocurre precisamente lo contrario.
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