Mi primer contacto con el Instituto Electoral del Distrito Federal fue en el año 2000. Mi hermana trabajó como Instructora Electoral aquel año. Posteriormente regresó a las andadas: creo que ha trabajado en dicho instituto en cuatro ocasiones. Por mi parte, he trabajado en el IEDF en tres procesos electrorales: 2003, 2006 y 2012. Primero fui Instructor Electoral, después Asistente electoral y por último Asistente Instructor Electoral.
Poniendo algo de orden en mi librero, encontré el libro Memorias de la capacitación electoral en el Distrito Federal. Proceso electoral local 2000. Se pidió a los instructores que escribieran sus experiencias durante dicho proceso electoral. Los instructores tenemos la tarea, primero, de visitar en su domicilio a los ciudadanos que resultaron seleccionados para participar en las Mesas Directivas de Casilla (como presidentes, secretarios o escrutadores). Despés los capacitamos tanto en su domicilio como en centros fijos. El trabajo suele ser bastante ordinario, pero de vez en cuando suceden cosas dignas de contarse. Así, la obra está dividida en los siguientes apartados: lo divertido, lo estimulante, lo dramático, lo insólito, lo desagradable, el método y relatos completos.
En relatos completos, el instructor José Mercado Jiménez nos cuenta algo insólito:
LA ANCIANA EN LA LLUVIA
Era una noche de viernes lluviosa. Tan lluviosa que apenas podía ver donde iba en las oscuras y desiertas calles de la colonia Doctores, pero aún no podía volver a casa. Como Instructor del Instituto Electoral del Distrito Federal, tenía que cumplir con las metas que nos habían fijado, a pesar de la hora y la lluvia. Confié en mis conocimientos de la zona y repasé mentalmente la dirección que buscaba, cerciorándome de que caminaba por la calle indicada. Hice un esfuerzo por mirar la numeración de las viejas casas que se mezclaban con unidades construidas a raíz del sismo del 85.
Veintisiete... veinticinco. Es del otro lado, pensé. Veinte... dieciséis... catorce... doce... ¡diez! Aquí es. Toqué la puerta en espera de respuesta, pero al darme cuenta de que se encontraba abierta y daba paso a un patio, penetré esperando ver a alguien en la oscuridad mientras saludaba.
-¡Buenas noches! -grité sin que nadie me contestara.
-¡Buenas noches! -insistí, tratando de aguzar el oído para captar cualquier ruido del interior de los cuartos. Estaba a punto de darme por vencido y salir, cuando a mis espaldas escuché la voz de una anicana que contestó mi saludo desde uno de los cuartos.
-Buenas noches, ¿qué se le ofrece?
-Busco a Josefina García. Vengo del Instituto Electorla del Distrito Federal -dije con voz amable.
-Soy yo -dijo la mujer- pero pase por favor, que se está mojando.
Entré al cuarto que estaba escasamente alumbrado, notando de inmediato un ligero pero penetrante olor a quemado. Los muebles eran antigüos y en una cama yacía el cuerpo de una niña del que, por un momento, me pareció que salía humo.
-Es mi nieta que duerme -aclaró la anciana, que representaba algunos años menos de los setenta que según su clave de elector pronto cumpliría. Su aspecto era dulce, aunque su mirada un poco extraña.
Le expliqué que el motivo de mi visita era porque había sido seleccionada para participar como funcionario de casilla y me enviaban a capacitarla, para ejercer el cargo que más adelante le darían. Ella aceptó e invitó a sentarme. Cerca de la puerta me quité el impermeable, dejándolo en el respaldo de una vieja silla de madera y luego me senté en un sillón. La señora me ofreció café y acepté con la esperanza de que la bebida me proporcionara un poco de calor. Mientras lo preparaba, busqué el material dentro de mi mochila, aprovechando también para echarle una ojeada al lugar. El cuarto se apreciaba limpio y ordenado, agradable, a pesar de lo viejo de los muebles. En las paredes colgaban varios retratos, sobresaliendo uno retocado que seguramente presentaba a la anciana cuando era joven. En la pared, justo en la cabecera de la cama donde descansaba la niña, había un altar con muchas imágenes de diferentes santos frente a los que ardían dos veladoras a punto de extinguirse, una de ellas peligrosamente cerca de la orilla. La habitación olía a "guardado", aunque seguía percibiéndose en el ambiente un ligero pero penetrante olor a quemado.
Al regresar la mujer con el café, le pregunté si no se estaba quemando algo, y ella contestó que al salir de la cocina había apagado todos los quemadores y que no me preocupara. Después del primer sorbo de café, olvidé el asunto y continué con mi trabajo, llenando la cédula a conciencia. Doña Josefina me informó que en su juventud había estudiado una carrera comercial y que ahora se dedicaba a coser ropa ajena para sobrevivir en compañía de su nieta. Al enterarme de que no había recibido por correo su convocatoria para particiar, le entregué una forma personal pidiéndole que firmara el talón al calce, lo cual hizo estampando un garabato ilegible con mano firme, mirando a través de la parte baja de sus anteojos bifocales. Recorté el talón y lo guardé en una de las bolsas de la mochila; enseguida, le impartí la capacitación, notando en ciertas ocasiones que de ella también emanaba ese penetrante olor a quemado. Sin embargo, su mirada dulce me producía una inexplicable sensación de que comprendía todo cuanto le decía y perdonaba mi intromisión en su privacidad. Al terminar, mientras conversábamos de otros temas, busqué en mi mochila una guía para darla a la viejecita, cayendo en la cuenta de que se me habían terminado, por lo que quedé de llevarla al día siguiente. Después me despedí, agradeciendo el café y la atención que doña Josefina había puesto a mi exposición.
-Vuelva pronto -dijo con un tono casi de súplica-; casi nadie me visita y para mí es agradable conversar con alguien.
-Mañana vengo -prometí-, si tiene dudas se las aclaro y me invita otro café.
Me coloqué el impermeable y salí rápidamente a la lluvia con intención de ir a casa, pensando que después de todo era inútil seguir visitando personas sin llevarles la necesaria guía; por lo demás, la hora hacía impropia cualquier visita. Al llegar a mi habitación y desvestirme pude percibir que el olor a quemado había quedado impregnado en mi ropa.
Un intenso y cálido sol convirtió el sábado en un hermoso día que invitaba a la actividad y atraía a las calles. En el Distrito XVI, platicando con los compañeros olvidé el incidente de la noche anterior hasta que me dispuse a pedir el material para salir a reanudar mis visitas a los ciudadanos. Al hacer un recuento, dentro de mi mochila encontré el talón con la firma de Doña Josefina, notando que al reverso presentaba unas extrañas huellas de unos dedos infantiles llenos de tizne. Sin tratar de explicarme esto, recordé que le debía su Guía a la dulce anciania, por lo que solicité una de más. En vista del compromiso con la anciana, decidí visitar primero esa zona. Al llegar a la calle que visité la noche anterior, todo parecía diferente. Reconocía algunas vecindades que había visto la víspera, pero al buscar el número 10 no pude encontrar la casa de la viejecita. En el lugar que correspondía se encontraba un terreno baldío resguardado por una barda metálica. Nuevamente recorrí la numeración de ambos lados de la calle, regresando siempre neciamente al mismo lugar. Desconcertado pregunté por la anciana a dos vecinas que platicaban animadamente acompañadas de algunos niños.
-¿Doña Jose? No. La única Josefina García que ha vivido por aquí falleció hace cinco años. Su casa estaba ahí donde está el baldío. -dijo la mujer mientras señalaba con la mano la barda metálica.
-¡Ay! Es la señora que murió junto con su nieta cuando se incendió su casa, ¿verdad? -preguntó la otra mujer dirigiéndose a la primera.
-Sí. Era la señora que cosía ropa, ¿se acuerda? Dicen que una veladora cayó a la cama de su nieta y ella no quiso salir para salvarse cuando vio a la niña muerta -contestó la primera.
Me alejé pensativo dejándolas con su plática mientras miraba fijamente el talón con la firma que la ancianita había estampado, del que emanaba un ligero olor a quemado, y al pasar junto a la barda, por una rendija alcancé a observar restos de muebles quemados. Correspondían a los muebles que el día de ayer había visto en casa de Doña Josefina. No pude menos que pensar que el padrón necesitaba urgentemente ser actualizado. Después me encogí de hombros y me dispuse a dar mi mejor cara en la siguiente visita.
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